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Las Guerras Carlistas fueron una serie de contiendas civiles que tuvieron lugar en España a lo largo del siglo XIX. Se debieron, por un lado, a una disputa por el trono, y, por el otro, a un enfrentamiento entre principios políticos opuestos. El conflicto civil se presentó entre los partidarios del infante Carlos María Isidro de Borbón y el régimen absolutista de los isabelinos defensores de Isabel II. Las Primera Guerra fue entre los años 1833 y 1840. Se cuenta que en diciembre de 1840, durante las consecuencias de la batalla que dejaban a soldados caídos postrados por sus heridas y a algunos desanimados ante la idea de estar en cama tras la batalla, un obispo bien intencionado de Andalucía permitió que un grupo de monjas otorgara servicios de masturbación a esos afectados bélicos. Aunque resulte absurda o divertida la situación, es parte de la historia.
De ese modo, pronto se creó oficialmente el Cuerpo de Pajilleras del Hospicio de San Juan de Dios de Málaga. Las Pajilleras de la Caridad (como se las empezó a denominar en toda la península) eran mujeres que, sin importar su aspecto físico o edad, prestaban consuelo con maniobras de masturbación a los numerosos soldados heridos en las batallas de la reciente guerra carlista española. Se cuenta que fue por voluntad del mencionado obispo, pero el crédito de todo se lo lleva la hermana Sor Ethel Sifuentes, una religiosa de cuarenta y cinco años que cumplía funciones de enfermera en el ya mencionado Hospicio.
Sor Ethel había notado el mal talante, la ansiedad y la atmósfera saturada de testosterona en el pabellón de heridos del hospital. Decidió entonces poner manos a la obra y comenzó junto a algunas hermanas a masturbar a los robustos y viriles soldados sin hacer distingos de grado. Desde entonces, tanto a soldados como a oficiales, les tocaba su "paja" diaria. Los resultados fueron inmediatos. Todo con la intención de aliviar a los hombres, por medio de la mano de la religión, alcanzando un acercamiento a Dios y ganar la guerra.
El clima emocional cambió radicalmente en el pabellón y los exaltados hombres de armas volvieron a convivir cortésmente entre sí aunque, en muchos casos, hubiesen militado en bandos opuestos. A las hermanas pajilleras, se sumaron voluntarias seculares, atraídas por el deseo de prestar tan abnegado servicio. A estas voluntarias, se les impuso (a fin de resguardar el pudor y las buenas costumbres) el uso estricto de un uniforme: una holgada túnica que ocultaba las formas femeniles y un velo de lino que embozaba el rostro (quizá para no ser reconocidas).
El éxito rotundo, se tradujo en la proliferación de diversos cuerpos de pajilleras por todo el territorio nacional, agrupadas bajo distintas asociaciones y modalidades. Surgieron de esta suerte, el Cuerpo de Palilleras de La Reina, Las Pajilleras del Socorro de Huelva, Las Esclavas de la Pajilla del Corazón de María y ya entrado el siglo XX, las Pajilleras de la Pasionaria que tanto auxilio habrían de brindarles a las tropas de la República.
En América Latina, rara vez ajena a las modas metropolitanas, las pajilleras tuvieron también sus momentos de gloria. Durante la Guerra Civil Mexicana, grandísimos auxilios brindaron a las tropas de todos los bandos, las Hermanas de la Consolación, organización laica (aunque cercana a la Iglesia) que ofrecieron la fatiga de sus muñecas para calmar los viriles ímpetus. Estas hermanitas recibieron pronto distintos y soeces apelativos, fruto del inagotable ingenio popular, tales como las mami-chingonas o las ordeñamecos. De México la costumbre pasó a las Antillas de República Dominicana, en donde tuvieron particular éxito las sobagüevo dominicanas, todas ellas matronas sexagenarias que habían elegido ocupar sus tardes en esta peculiar forma de servicio social.
El último lugar en América donde hicieron fortuna estas abnegadas damas, fue el Brasil. Allí la columna Prestes fue acompañada en su marcha por una troupe reducida pero eficiente de damitas paulistas llamadas Beixapau, aunque solamente se valían de ágiles movimientos de sus manos, conjuraban la melancolía de los soldados. La costumbre desapareció tras la segunda guerra y hasta la fecha se desconoce la existencia de otras congregaciones.
Diversas fuentes orales a orillas del Paraná comentan que en el villorrio conocido en el siglo XIX como Pago de los Arroyos hubo un pequeño agrupamiento dedicado durante algunas décadas a esa actividad. Eran conocidas como las Hijas de Nuestra Señora del Vergo Encarnado, en referencia y dudoso homenaje póstumo a su anciana fundadora, fallecida con las manos en la masa, junto a un soldado, en su día de descanso.
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